martes, 5 de julio de 2011

«DÍA A DÍA»

Decir que el tiempo es río es decir nada.
Ni nace ni termina su corriente;
fluye desde horizontes infinitos
y seguirá, sin duda, hasta el olvido.
Nacer nadie lo vio, ni [lo] verá acabar.
En él flotamos por confusos trechos.
El tiempo de surgir y sumergirse
es el de nuestra vida, tan pequeña,
tan torpe, tan voraz, tan impaciente
que apenas nace y a morir empieza.

Feliz llamaban los antiguos vates
al que joven moría. Eran los dioses
los que daban el don de no ir más lejos.
El fin siempre es temprano. Cada día
es toda la vida en tiempo pleno.
No hay más que el hoy,
que este momento solo
en que conozco que estoy vivo y siento.

Cada día es el día, y cada hora
es la única hora de la vida.
Todo el ayer se fue en reminiscencia,
y el mañana no existe todavía.

No llegamos a viejos: Sólo somos
en la invariable vaguedad del ser.
Los nombres son equívocos, las fechas
hacen inerte cuenta sin sentido.
No somos el de ayer ni el de mañana:
Somos el de hoy apenas.
La vida empieza en cada amanecida,
y la conciencia muere en cada noche.

Yo podría contar la historia vana
de una vida que acaso fue la mía,
pero que es tan ajena y tan extraña
ante esta hora en que me nombro y busco.

No se es viejo ni joven; se está vivo.
Y soy yo, el de hoy, quien hace el mundo
con mi mano segura o temblorosa,
con la errada visión que siempre tuve,
jugando el juego
de ausencias y presencias
que sólo para mí tiene sentido.

Todo está en ti, día que amaneces,
toda mi vida en mí sin sobra y falta,
como fue en cada hora ya contada,
como será en un siempre día a día.

EL ULTIMO ABISMO

El poema fue creación de un alma juvenil, confundida y traspasada de problemas. «Tinieblas —dice el primer verso—, vengan y llévenme al último abismo, donde el dolor y el odio, y la ira y la guerra, ya no queman más.»

Y siguiendo ese mismo tono, la poesía, compuesta de versos graves y tristes, termina con: «El amor ha llegado a ser mi enemigo; la amistad se ha vuelto burla; y la esperanza, mi prisión.» Así concluyó Elisabeth Garrison, de dieciséis años de edad, su poema. Su dolor, expresado en verso, explica el crimen que acababa de cometer. Elisabeth Garrison acababa de matar a su madre.

El alma del poeta se conmueve con las emociones más extremas. Ve la vida con ojos penetrantes, y reacciona de modo diferente al común entre los mortales.

Elisabeth no se llevaba bien con su madre. Las dos nunca se habían entendido, y a los dieciséis años de edad, en medio de la desesperación, Elisabeth mató a su madre. Inmediatamente después, todavía en su cuarto, la joven compuso esos versos. En ellos pedía que se le llevara al «abismo final, donde el dolor cesa. Porque —¡y qué expresión de una muchacha de apenas dieciséis años de edad!— el amor ha llegado a ser mi enemigo; la amistad se ha vuelto burla; y la esperanza, mi prisión.»

Ante esto nos preguntamos: ¿A qué profundidad de dolor, de desesperanza, habrá llegado la persona que dice que el amor es su enemigo, y que luego mata al ser más querido que tiene? Llegar a ese extremo es lo más desastroso que el ser humano pueda conocer. Y sin embargo hay muchas personas que han caído en ese abismo.

Cuando el dolor se vuelve insoportable, cuando la desesperación nos ahoga, ese es el momento de clamar: «¡Señor, te necesito; por favor, ayúdame!»

El salmista David sufrió, así también, sus momentos de angustia. Escuchemos uno de sus clamores: «¡Sálvame, Señor mi Dios, porque en ti busco refugio! ¡Líbrame de todos mis perseguidores! De lo contrario, me devorarán como leones; me despedazarán, y no habrá quien me libre.» Con esa ansiedad comienza David el Salmo 7, pero concluye con optimismo: «Mi escudo está en Dios, que salva a los de corazón recto... ¡Alabaré al Señor por su justicia! ¡Al nombre del Señor altísimo cantaré salmos!»

Aprendamos del salmista que siempre podemos encontrar refugio en Dios. Cuando todo en esta vida nos consume, siempre queda Dios. Y con tal que lo busquemos con toda sinceridad, Él siempre nos responderá. Pongamos nuestra confianza en Dios. Él jamás nos defraudará.
Salmo 7